martes, 28 de septiembre de 2021

El tiro del final



 Relato publicado en Revista Colofón - Ilustración: José Bejaramo



Desperté con los gallos, metí un par de troncos en la estufa, tiré de la palanca para abrir el tiraje, puse encima la pava con agua y ocupé el sillón frente a la ventana que da al corral. 

Estaba mal dormido; meta dar vueltas en la cama. Me había levantado varias veces para mear, transpirado y con una sed de locos. Noche perra como pocas porque jodía el Sultán, que no paraba de ladrar, y habían balado las ovejas; tal vez un zorro, un zorro de dos patas. Ni pensé en tirar un par de tiros por el ventanuco, como lo habría hecho antes, por si me andaban carneando unos corderos. Tengo ganas de fumar.

Ella se la pasó murmurando: “Esto se termina. No quiero vivir más aquí”. Treinta años de casados, primera y única novia, mujer de toda la vida, el proyecto de la chacra, hijos… y venir a decirme que se va de la casa porque necesita espacio, que ya no puede vivir conmigo, que quiere su propia vida. ¿Dónde habré puesto los fósforos?

La miraba yéndose y no podía creer que eso sucediera, que se largara de verdad, en el auto de Aída, la vecina. Treinta años de casados, siete de novios, compañeros del secundario y del profesorado. Toda la vida. Toda la vida a la mierda porque necesitaba espacio… ¿Qué es esto del espacio?

Habían estado de charla varios días. Yo andaba de trajín con las ovejas y esas cosas… el eléctrico, los bebederos. Lo de siempre. La otra venía y se pasaban las tardes tomando mate en la cocina, meta conversar. Sabía que estaban tramando algo, cosas de mujeres; sé que las mujeres necesitan contarse cosas, quejarse un poco o hablar de los hijos. Así que ni pregunté por el motivo de tanta visita. No era raro que viniera. Vive cruzando el camino; es difícil que pase un día sin que conversen un rato. Lo que no se me habría ocurrido jamás era que Hilda estuviera tan mal. Nunca debe de haber hablado con nadie tantas horas seguidas como durante aquellos días con Aída. “¿Qué será lo que tiene?”, me preguntaba.

Las cosas no salieron como estaba en los planes. Los planes son muy lindos, pero la realidad te baja de un palazo. La chacra es demasiado chica y ningún proyecto termina de cerrar. Nunca se da la vuelta, siempre faltan cinco para el peso. No podemos vender la producción en Viedma porque la caminera confisca todo a la entrada o hay que pagar coima. Los milicos dejan o no dejan pasar siguiendo instrucciones del frigorífico, que los mantiene bien coimeados.

La chacra no alcanza para subsistir. No da lo suficiente. Las ovejas ni dan para comer. Los hijos tuvieron que irse obligados a Viedma, a buscar de qué vivir por las suyas, porque nosotros no pudimos darles una puta mano. 

Esa fue una de las reivindicaciones de siempre de la cooperativa: que se repartieran tierras entre nuestros hijos, los hijos de los chacareros, para que no tuvieran que emigrar. Claro que los políticos prefieren repartir tierras entre sus propios hijos y entre sus empresas. No hay peor sordo que un político. Ahora sí que me van a escuchar. Llegó el momento de decir basta.

Eso es lo que no entiendo. Hilda siempre estuvo a la par mía. Vinimos acá y nos presentamos para que nos adjudicaran la chacra. Nos la dieron, sí, pero nos dieron esta mierda, tierra mala y poca, pura piedra. Hoy se termina, mejor así.

Después los partos, primero las chicas y después el pibe. Más adelante, el entusiasmo cuando entregaron las máquinas de la cooperativa. ¡Qué orgullo cuando vimos los silos terminados y echamos a andar el chimango! Cuando salieron las primeras toneladas de balanceado. El papel prensado no prende; tengo que abrirlo. Aquel asado… vinieron como doscientas personas. La coope se iba transformando en una potencia. Entonces sí que empezaron a arrimarse los otros.

Estaba también la alegría por la democracia. Habían pasado las primeras elecciones en muchos años y estábamos con todos los vientos. Nadie podría haber imaginado —en ese entonces— que iba a caer sobre Río Negro semejante manga de langostas que acabarían con todo. Una de las provincias más ricas, donde nada falta, saqueada a mansalva por estos ladrones que están en el gobierno desde hace tantos años. Ya está agarrando.

También en esas luchas estuvimos codo a codo. Éramos compañeros en el sentido más completo de la palabra. Ganaban una tras otra las elecciones con fraude, promesas y mentiras. Pero nunca le aflojamos. Teníamos la fe de la gente joven, creíamos en hacer un futuro para nuestros hijos. Había fe en la palabra, en la propaganda.

Empezó a venir Aída; quiero decir, empezó a venir a conversar durante horas, porque venir, venía siempre. ¡Qué sé yo! Se juntaron tantas cosas... También venían mis hijas y hablaban con Hilda mientras mateaban. Yo me iba quedando en el fondo de la chacra, arreglando alambrados, regando, cortando leña. Me mantenía ocupado para no ir a la cocina y sentir el silencio ese que hacían cuando aparecía yo. 

¡Cómo se me vinieron los quilombos! Primero fue la planta de alimento balanceado; la manejamos para la mierda, nos   endeudamos con el Instituto y tuvimos que entregarla para cancelar lo que debíamos. Después siguió la chacra. Por todos lados, tareas pendientes. Alambrados rotos, acequias embancadas, el eléctrico que tenía pérdidas y no pateaba. Cada cosa que iba a usar había que arreglarla antes. Roto, oxidado, piezas perdidas. Sin dinero, lo único que podía hacer era trabajar como un animal. Pero nunca nada salía derecho. Ahora van a ver cómo queda de arregladito todo… 

Así fue. Un poco de cada cosa. El trabajo atrasado, que no se pudieran vender los corderos en Viedma, las ovejas que se habían puesto mañeras y se escapaban de los potreros, las acequias embancadas que complicaban el riego, la mala relación con las hijas, el hijo que ni aparecía, Hilda que no hacía más que hablar con Aída. Cuando agarre el papel ya está.

Un poco de esto y otro poco de aquello. Uno no se da cuenta. Pero la cabeza empieza a trabajar y no para. Boludeces. No es que uno esté pensando en algo importante. Son mil cosas que se te vienen a la cabeza al mismo tiempo, todas urgentes… pura mierda. Me acordaba a cada rato de un tango que decía: “Ni el tiro del final te va a salir”.

Que se me rompió la muela y no fui al dentista, que se rompió la sopapa de la bomba, que no fui a buscar la cubierta de la camioneta a la gomería, que qué carajo estaría hablando Hilda con Aída, y así dale y dale, todo el día y toda la noche. La noche también, sin dormir, con la cabeza atropellada por tanta pavada. 

No hay paz. Discutimos como nunca. Lo peor es que me enojo, me recaliento y, en una de esas me la agarro con ella. No le pego, no, pero le mando un par de gritos o le contesto mal. Sí, hace mucho que ando así. Nadie se da cuenta porque parezco un tipo tranquilo. Hace mucho que ando con bronca. Si no vendo un cordero, bronca porque no vendo; si lo vendo, bronca porque el precio no alcanza para nada. Así con todo. Es algo raro... Furia, no sé. A veces tengo ganas de agarrar el revólver y liquidar a los corderos… o limpiarme yo. Lloro por cualquier cosa. Ando flojo y lloro por cualquier cosa. Me emociono. Antes me entusiasmaba estar vivo, tenía fuerza para todo. Ya no.

El doctor me dio una pastillita para dormir un poco mejor y eso fue todo. Nada se arregló. Siguió igual. Durante el día hay problemas que lo disponen mal a uno. Ayer los del consorcio me soldaron la compuerta y me dejaron sin agua porque estaba atrasado con los pagos. ¿Cómo voy a pagar si me dejan sin agua para regar?

Llegué caliente a la casa. Estaban Hilda y Gabriela, las dos siempre en mi contra, la madre y la hija. Discutimos por una pavada —un cordero que habían fiado—, pero yo me puse como loco y grité fuerte, demasiado:

—¡Bueno, carajo, a ver si me dejan de joder con estas pavadas!

—¡Siempre te dejamos de joder, papá! Siempre estamos mirando para no joderte. No vaya a ser que te molestes. Me tenés repodrida con tus gritos y tus enojos.

—Se la pasan al pedo, acá, tomando mate y hablando. ¡Mirá la chacra…! ¡Mirá! ¡Está que se viene abajo y nadie hace nada!

—No vengas a echar culpas. Nosotros no somos los culpables de tus fracasos. A mí me tenés cansada. Sos muy gritón aquí adentro, con mamá y nosotras, pero afuera te hacés el simpático con todos. Hasta con aquel atorrante que trajiste a vivir a la casilla del fondo, ¿te acordás? Porque te la das de buen tipo y lo tuyo es de todos. Lo trajiste a vivir acá con nosotros.

—¿Qué hay con eso? ¿Qué te hizo? 

—Ni cuenta te dabas, papá. No sé si no lo veías o te faltaba coraje para enfrentarlo.

—¿Qué pasó, Hilda?

—No la metas a mamá en esto. Bastante sufrió, la pobre. Por una vez hacete cargo. Tu vida es un fracaso y nos cagaste la vida a todos. Mamá se viene conmigo. Ya te lo digo. Hoy se viene conmigo a Viedma.

—¡Hijo de puta! ¡Y pensar que yo creía que te cuidaba!

—¡Claro! Te venía muy bien que me cuidara. Así tenías tiempo para hacer la revolución…

—Lo voy a matar.

—No vas a matar a nadie, papá. No vas a hacer nada. Lo sabés muy bien.

Duele la boca de tanto que aprieto los dientes. El mundo se está viniendo abajo y no puedo hacer nada. Estaba roto de antes, desde hacía mucho tiempo, y yo me estoy enterando ahora.

—Te vas, Hilda, ¿es cierto?

—Todo salió mal, Juan. Ahora quiero estar sola por un tiempo, reflexionar sobre nuestra relación, sobre qué voy a hacer con mi vida…

—¿Qué vas a hacer con tu vida? ¡Estamos por cumplir sesenta, Hilda! ¿Tenés mierda en la cabeza?

—Será eso… tendré lo que vos decís, pero me voy. Te cuesta aceptar que fracasamos. Todo se está viniendo abajo, los potreros, la casa. ¡Mirá, mirá lo que es esta cocina! Vivimos como miserables, Juan.

Basta. Se acabaron las palabras. Ya no hay tiempo para hablar. Que se vaya. 

Tomé unas grapas, la última botella. No tenía ganas de hacer nada. Me quedé bebiendo y mirando hacia afuera, al patio. Cuando caía la tarde, las ovejas se arrimaron al corral, pero no quise cerrar la tranquera. 

Después, no sé cuándo, comencé a amontonar leña debajo de la camioneta, en el cobertizo y atrás, en la cúpula, donde estaban los tanques de gas comprimido. Busqué recipientes con inflamables, kerosene, aceite quemado de los recambios, aceite nuevo. Arrimé neumáticos viejos, papeles, diarios, revistas. Fui haciendo una pila adentro y alrededor de la casa.

En la habitación de los chicos, guardábamos los cuadernos viejos, recortes de diarios, folletos de la Federación y del sindicato, fichas de la cooperativa, libros, cuadernos con poemas que nos habíamos cruzado entre Hilda y yo, juego de hace muchos años: ella escribía una página y yo le contestaba en la siguiente. No sé cuándo se cortó eso.

No podía sacarme de la cabeza lo que me había dicho Gabriela. La voz con que lo había dicho. La rabia. ¿Cómo se me pudo haber pasado una cosa así? ¿Estaba tan ciego? Un dolor cruzaba el cuerpo, como si me cortaran al medio. Ella lo gritó echándome la culpa. Le había fallado. Todo culpa mía.

Me venció el alcohol. Dormí tirado en el sillón con el televisor encendido.

Desperté por el frío a la madrugada. Fui hasta el dormitorio a buscar unas mantas. No va a quedar nada de esta porquería. Dejé todo preparado y lo voy a seguir hasta el final. No me gusta la casa vacía, sin Hilda. 

Los hijos la pusieron en mi contra. Le llenaron la cabeza. Se juntaron para hacerme frente. Ella salió hablando del día que estrellé la botella de vino contra la parrilla. Me viene con historias que pasaron hace mil años. Se van a arrepentir. Ya van a ver…

Busco la carabina y la escopeta. Con las dos tengo suficiente para parar a los bomberos si es que logran que arranque el camión. Ahora me tomo unos mates de despedida, me preparo un buen refugio en la pieza de adelante y… ¡a la mierda con todo!

La leña rociada con el gasoil comenzó a arder. El diario es lo más difícil, parece mentira. Pero en cuanto agarre el tanque de nafta y los de gas de la camioneta todo va a volar por los aires. También están las garrafas de la cocina. 

Entro y voy al cuarto de los chicos. Echo alcohol de quemar y le doy fuego. Abro la ventana. Las llamas se avivan. Corro a mi refugio, me aseguro de que el cargador de la veintidós esté completo y los dos caños de la escopeta con sus cartuchos. Todo está listo. Saco el celular. Marco el número de Gabriela. 

—¡Hola!

—Prendí fuego a la chacra. No va a quedar nada. Avisen a los bomberos que, si vienen, los voy a cagar a tiros. A ustedes también… que no venga nadie. ¡Se acabó!

Llegan los bomberos. Humareda impresionante. Paran el camión y bajan. Recelan, se ve que les pasaron el mensaje. Uno se acerca, suelta el gancho y empuja la tranquera. Apunto al faro izquierdo y tiro. Corren a esconderse detrás del tanque. 

—¡Para, loco, soy Venancio! ¡Ya está viniendo el doctor!

Le sacudo un escopetazo a la trompa del camión. Escucho soplidos, explosiones, barullo de cosas que caen. Los bomberos señalan hacia el cobertizo. Llega la ambulancia. Vienen a hablar, a ver si me convencen.

—¡Vino el doctor, loco! —grita Venancio.

No contesto. Le disparo al otro faro y corren a esconderse. No es entre nosotros que tenemos que hablar. Algo estalla en el cobertizo. Las llamas aúllan. Los ruidos del fuego desbocado. 

El médico sale de atrás de la ambulancia y se acerca. Le apunto a una pierna, pero no puedo tirar. No es con él. No es con nadie. Sigue avanzando.

—No tires, Juan, quiero que hablemos —dice.

Meto el cañón de la escopeta en la boca. Lastima el paladar. Siento el regusto de aceite y azufre. No puedo disparar. 

—Voy a entrar, Juan. 

 


  

lunes, 2 de agosto de 2021

CONQUISTAR POR HAMBRE Y SED

 Los sitios más largos en la historia de la humanidad. (Según Wikipedia)

 El sitio de Candia (Creta), las fuerzas otomanas sitiaron la ciudad veneciana de Candia intentando recuperar mercadería que les habían robado los venecianos.

·         Duró desde 1648 hasta 1669, 21 años.

 

El sitio de Ceuta (Marruecos), las fuerzas marroquíes del sultán Ismaíl reclaman el territorio que Portugal había cedido a España por el Tratado de Lisboa (1668), un simple pasamanos.

·         Duró desde 1694 a 1727, 33 años.

 

¿QUÉ SE BUSCA CON UN SITIO?

Cuando un lugar es de difícil acceso, una ciudad fortificada o una isla, la forma menos costosa en bienes y vidas es el bloqueo, el sitio. Se corta el agua, la llegada de alimentos, el comercio. Así, la población va sufriendo una espantosa sarta de carencias y plagas que van minando su espíritu hasta que se vuelven contra sus propias autoridades y desean la entrada de los invasores. Y cuando el pueblo no da más dice lo que los sitiadores esperan que diga:

Dejemos que desembarquen en nuestros puertos, dice. 

Ya basta de tanto sufrimiento, clama.

Estamos sedientos, hambrientos, enfermos, empobrecidos, mejor va a ser que nos entreguemos, reclama.

PERO NINGUNO DE ESTOS DOS FUE NI POR ASOMO EL SITIO MÁS LARGO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD.

 

 ¡CUBA LLEVA SOPORTANDO 62 AÑOS DE BLOQUEO!

 

Desarrollaron 2 vacunas contra la Covid y los EE.UU. no permiten la importación de jeringas, un insumo básico.

EE.UU. impidió el abastecimiento de medicamentos para el tratamiento de los enfermos de Covid.

Llegó un barco a La Habana cargado con respiradores para asistir a enfermos de Covid. Los EE.UU. impidieron que descargara amenazando a la naviera con bloquear el acceso a sus puertos en el futuro.

Bloqueo infame, miserable, decretado por un país que usaba a Cuba como cabaret y lupanar. Y, no menos importante, como base militar estratégica.

Un país, EE.UU. que no vaciló en descargar la bomba atómica sobre Japón, un país que incendió Vietnam, Afganistan, Kuwait y tantos otros. Un país que propició y propicia golpes de estado en el mundo (Brasil, Bolivia, Paraguay, Argentina, Chile, Uruguay, Nicaragua, Guatemala, Venezuela… ¿tengo que seguir?).

¿Fue Cuba o fueron los EE.UU. los que se anexionaron los territorios mexicanos Alta CaliforniaNuevo México y Texas, que hoy forman los actuales estados de CaliforniaNuevo MéxicoArizonaNevadaUtahColorado y parte del hoy llamado Wyoming?

 

¡LAS MUJERES Y HOMBRES LIBRES DEL MUNDO DEBEMOS EXIGIR EL FIN DEL BLOQUEO MÁS LARGO DE LA HISTORIA!

 

¡AUTODETERMINACIÓN Y LIBERTAD PARA EL PUEBLO CUBANO!

 

 

domingo, 1 de agosto de 2021

Moby Dick, ¿ballena asesina?

 


Escrito para REVISTA COLOFON

https://revistacolofon.com.ar/author/orlandoesposito/

Herman Melville, el éxito de un fracaso y la expiación de sus pecados a través de una diabólica obsesión llamada Moby Dick. Una lectura de Orlando Espósito, retrato de Julián Bejarano e ilustraciones de María Lublin.

Hoy 1º de agosto de 2021, se cumplen 202 años del nacimiento de uno de los más grandes escritores fracasados. En 1819, en Nueva York, nacía Herman Melville, de un padre brutal, violento y, tal vez, abusador y una madre que profesaba la rígida religión calvinista. Lo acunaron el pecado, los golpes, la represión y la culpa.

La vida, sus obras, pueden ser consultadas en la red. 

Hablaremos del hombre y de Moby Dick. Quiero hablar del hombre que fue capaz de escribir la novela que después de su muerte se erigió como piedra basal de la literatura del siglo XX. Imagino a Joyce, a Orwell, a Céline, a Hemingway, a Faulkner, a todos, leyendo esta obra, pensando en el hombre capaz de semejante portento.

Un hombre violento como su padre, tal vez abusador, de carácter agrio, mordaz, burlón, fracasado, recio bebedor. 

Su primer hijo, Malcolm, se suicidó a los dieciocho años en la casa familiar (lo descubre el padre, Herman Melville después de derribar la puerta del dormitorio donde se había disparado un tiro en la sien).

El otro hijo, Stanwic desaparece después de abandonar la casa familiar siendo joven. Otra hija, Frances muere antes de cumplir treinta años. 

¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!

¿La novela es una alegoría de la lucha entre el bien  y el mal? 

Ahab, el capitán del Pequod al que Moby Dick había arrancado una pierna, está obsesionado con vengarse. El cachalote no es el mal, no es el Diablo como se ha dicho muchas veces, tampoco la fuerza ciega de la naturaleza. Es el propio Melville. Es él mismo el objeto de su odio. No busca justicia. Es la culpa, el pecado, y lo que busca, en rigor, es su propia muerte, su última esperanza es dejar de ser lo que es.

Ismael es el narrador. Lo necesita para que sea la voz del relato. Este joven se embarca sumido en la melancolía y la depresión, para no meterse un tiro en la sien. La novela empieza así:

Llamadme Ismael.
(…) cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes (…) entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. 

Grita Stubb en el capítulo 134 refiriéndose a Ahab:

—El loco diablo en persona va tras de ti.

En el  capítulo siguiente, el que grita es otro oficial, Starbuck:

¡Ah, Ahab!, no es demasiado tarde (…) para desistir! ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!

El capítulo 66, relata el ataque de los tiburones a una ballena amarrada a la borda del Pequod. Los marineros defienden la pesca golpeando con azadas marineras las cabezas y vientres de los escualos. Alrededor de la captura hay un mar plagado de tiburones que sangran por sus cráneos y panzas, tripas y sesos. Creo que en este capítulo Melville muestra lo que él mismo pensaba de sí mismo.

La matanza de los tiburones
Cruelmente se daban mordiscos no sólo unos a otros, a las tripas que se les salían sino que, como arcos flexibles, se doblaban para morderse sus propias tripas, hasta que esas entrañas parecían tragadas una vez y otra por la misma boca para ser evacuadas a su vez por la herida abierta.

 En el capítulo 65 vemos una escena similar. Algo más suave pero con el mismo giro.

Uno de los oficiales, Stubb, comía un trozo de ballena a la luz de una lámpara alimentada con aceite de la misma.

La ballena como plato
Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y (…) se la coma a su propia luz (…) parece una cosa tan extraña que por fuerza uno debe meterse un poco en su historia y su filosofía.

Y reflexiona Ismael:

¿Caníbales?, ¿quién no es caníbal?

En el capítulo 23, Ismael habla del peligro de la costa que parece amiga pero oculta los arrecifes, la restinga, los bancos de arena que destruirían a una nave. El peligro está en el hogar.

«La costa a Sotavento
(…) este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana; el puerto es compasivo; en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero.»

Cap. 135 – La caza. Tercer día. 

Es el tercer día que bajan las lanchas para cazar a Moby Dick. La persiguen. De pronto emerge con varios arpones clavados, pájaros marino que picotean sus heridas, envuelta en una enredo de sogas y estachas. Salto prodigioso que levanta una neblina de espuma y…

(…) la ballena se apartó (…) y al volverse mostró un costado entero (…) en ese momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su alrededor se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.

La única lancha arponera que queda de las tres está rodeada de tiburones que atacan los remos y la embisten. Ahab grita:

(…) al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último aliento.

Clava el arpón. La estacha vuela, se enrosca en el cuello de Ahab y cuando Moby Dick se hunde, lo arrastra a las profundidades. Nada queda del Pequod ni de las arponeras. Los tripulantes son tragados por el vórtice que genera el barco al hundirse. Sólo uno se salva.

El único sobreviviente del Pequod, ese joven de edad imprecisa que inicia el relato, salva su vida dentro de un ataúd que flota en el mar, único resto del naufragio, rodeado de tiburones y halcones marinos que no lo atacan.

Y yo sólo escapé para contártelo.
(…) Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante que, retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.

 



miércoles, 28 de julio de 2021

Mérito

 

Le está tomando el vino y cuando llegue y vea que se lo chupó la va a cagar a palos, pero no puedo decirle nada porque se la va a agarrar conmigo o peor, capaz que ella para zafar me manda al frente como la vuelta pasada y el guacho se me viene al humo a mí. Es en lo único que están de acuerdo: fajarme y mandarme a pedir fiado al almacén o a mangar en la avenida para comprar un tetra.

Ahí está. Viene subiendo por la escalera. Ojalá que se caiga y se parta la cabeza como le pasó al padrastro del Colo. No jodió más, el hijo de puta. Sube, lo oigo. Viene puteando. Está tan en pedo que ni puede hablar, pero viene, se pone en cuatro patas y sube como puede puteando y carajeando por la escalera de mierda, sube.

Mi vieja dejó el vino en el rincón donde lo había escondido él. Cuando lo busque y lo encuentre no va a tardar nada en darse cuenta de que está abierto, alguien lo abrió ¿y quién va a ser? Se le va a ir al humo y le va a dar para que tenga, la va a dejar mormosa. Me tendría que haber rajado antes ¿para qué carajo me quedé? Apenas entre y empiece a darle a la vieja me escabullo y me rajo, que la mate.

Entra y grita: «¡Negra! ¿Dónde te metiste, Negra?» Se lleva la silla por delante y se cabrea. La levanta y la hace concha contra la mesa. «¿Dónde estás, Negra?». La vieja no es ninguna boluda. Está en la sombra entre el televisor y el armario. El hijo de puta debe de haber perdido al siete y medio los pocos mangos mierdosos que le dio ella y le habrá quedado debiendo a los perucas. Con los perucas no se jode. Dejás dos y al otro día tenés que llevarles cuatro o te buscan y te rompen un dedo, no mucho para que puedas llevar al día siguiente ocho y así siguen hasta que te dejan fiambre. «¿Dónde te metiste, Negra, puta de mierda? Andá a laburar que necesito plata».

Y mi vieja la puta de mierda se va a poner el vestido colorinche que usa para ir a Palermo ese que deja que se le vean las tetas y con tal de que no la faje va a salir a chupar pijas por cien mangos pijas con sida con pus lo que venga y también por cincuenta y por diez con tal de no volver sin guita para que este mierda le pague a los perucas y se compre dos tetra.

Salto de la cama y corro a la  puerta sin darle tiempo ni a que se dé vuelta al hijo de puta. Voy a uno de los perucas, el más piola, que me saluda y tira onda para que haga de soldadito pero nunca me gustó ser mulo, tiraba, porque después de la tercera entrada en el San Martín dejó de tirar, y le digo que necesito plata grande para irme de la villa. «¿Plata grande? ¿De cuánta estás hablando?». Cinco. «¿Lucas?». Y que van a ser. Le hago que sí con la cabeza. «Para un trabajo grande vas a necesitar un fierro, y eso cuesta». Otra vez sí con la cabeza le hago al gede. «Mirá, tiene que ser algo bueno si querés una astilla de cinco lucas».

El gede me dijo que hiciera una moto de las buenas o una alta bici, nada siome porque lo que le estaba pidiendo era mucho. Después buscó en un cajón y me dio un fierro tan hecho mierda que le pregunté si servía y no me iba a volar la mano al primer tiro. «Sirve, sirve, no te hagás el delicado».

Y me fui a buscar al Colo, que sabe hacerme la segunda en estas cosas. Los dos queremos rajar de esta mierda, tomarnos el piro y hacer la nuestra. Hablamos siempre de que necesitamos unos mangos para desaparecer, un amuche que nos alcance para salir de la zona y ahora vengo yo con un caño y un comprador para que me haga la gamba en este yeite. «Yo sé dónde podemos ir» dijo enseguida, apenas le hablé. No es de andar con vueltas el Colo. «En la zona de Retiro, detrás del hotel hay una calle muerta, muchas veces vi que pasaban ciclistas y otros de esos que van corriendo, van y vienen y está acá nomás. Se la ponemos y rajamos».

Y ahí nomás nos fuimos. No habíamos salido de la villa cuando se prendió el Mono, que preguntó en qué andábamos y cuando le dije que íbamos de caño se anotó, puro deporte, porque no estaba prendido, pero se vino igual. Llevaba el fierro apretado con el cinturón, con miedo de que no sirviera para nada y nos complicara la cosa, pero igual.

El Mono se plantó en la esquina haciéndose el colgado pero vigilando que no vinieran los cobani aunque, según el Colo no íbamos a ver a ninguno en esa zona y el Colo y yo nos adelantamos y nos paramos haciendo como que estábamos de gran conversa.

Yo ya tenía el fierro apretado en el puño cuando vimos que venía uno con una alta bici y casco y qué se yo y el Colo dice «Dale a este», y salta de golpe y se le pone delante como si no lo hubiera visto y el tipo frena y yo saco el fierro. El tipo grita «¡Llévense todo! ¡Llevense todo!» y yo le quiero poner el caño en el cogote para que se baje pero se escapa un tiro de la mierda esa que le vuela la cara al hijo de puta y se cae encima de la bici.

El Mono y el Colo salieron a la carrera y yo después, un poco después porque quedé duro por la sorpresa por haberle volado la cabeza. Corro y ya estoy cruzando la plaza, creo que nadie vio porque no había un alma en la calle pero no, ahora veo que viene detrás de mí un cobani con la nueve en la mano que grita «¡Alto, policía!».  Trato de alargar el paso. Corro más rápido pero el rati no afloja. Pienso que si vuelvo al San Martín ahora, después de este cuetazo vuelvo siendo un poronga que no importa si se escapó porque era un fierro trucho o si fue que apreté el gatillo, la cuestión es que le volé la cabeza al gilastrún y eso vale para que te respeten.

Me empuja y caigo de jeta al piso. Agarra una muñeca y la retuerce para llevarla a mi espalda. Marroca. Ahora la otra. Respira agitado, el cobani. «Lo mataste, no salís más». Le digo que tengo quince, que me van a tener que soltar. Pero se lo digo para joderlo, no me importa si me mandan a la tumba y me tengo que comer veinte años. Y si me llegan a soltar, si me sueltan, digo, voy a la villa, le pido al peruca otro fierro y mato al hijo de puta y  a la puta de mi vieja.

martes, 15 de julio de 2014

Segunda novela negra de la serie de "El Flaco" - Los secuestradores - En Amazon, código: B00NG0MH84


Los secuestradores es una novela que mantiene en vilo al lector desde la primera página. Prepárese para leerla de un tirón, porque una vez que la empiece no va a poder dejarla hasta el final. Para colmo, cuando la termine y vuelva a respirar va a sentir pena, casi como si sufriera un síndrome de abstinencia.
Sucede que este estilo mordaz, llano, sin vueltas, característico de Orlando Espósito resulta adictivo. Y en esto mucho tiene que ver el rescate del lenguaje de la calle y cómo hace hablar a los personajes con  naturalidad  en diálogos veraces, frescos, por momentos conmovedores, escritos al correr de la pluma y con frecuencia, sumamente divertidos.
La desaparición de una adolescente a plena luz del día se convierte en el primero de una serie de secuestros que se abaten como una plaga sobre el barrio. El Flaco y Cayo, su socio, dedicados de lleno a imprimir el primer número del periódico vecinal, La Voz de Villa Urquiza, se ven envueltos en una batalla para la que no estaban preparados y en la que se verán obligados a poner en juego todo lo que tienen, incluida la vida, para enfrentar a la mafia.
Los secuestradores es un thriller que refleja con crudeza e ironía el mundo que nos rodea y en el que estamos inmersos, nos guste o no. Como si lo dicho fuera poco, todo resulta tan creíble y real que, por momentos, va a sentir el soplo de un escalofrío corriendo por su espalda.
J.G.

sábado, 15 de marzo de 2014

Palancas

Fui el primero en entrar en la pieza de las palancas. Una luz sucia, que llegaba reflejada por mil muros se filtraba por la ventana. No había espacio para los dos, así que yo escuchaba desde adentro mientras que él hablaba algo apartado, con media cara en sombras, porque mi cuerpo impedía que le diera de lleno la claridad.
Ver o no ver su cara me daba igual. Lo que yo quería era trabajar y poco importaba lo que decía. Tres segundos, eso era lo que repetía al tiempo que levantaba la mano mostrando tres dedos. No perdí tiempo y empecé a trabajar. Adiviné que no iba a ser el único.
¡Prosiga!, gritó el de la gorra mientras abría la puerta y hacía pasar al segundo. No pude observarlo porque me encontraba ya en plena faena y, además, lo que oía era lo mismo que había oído un momento antes, salvo cuando dijo: La suya es la número dos.
Por alguna razón, el intervalo de mis tres segundos no coincidía con el del segundo (arribado segundo, no segundo de tiempo ni Segundo de nombre). Casi había una alternancia perfecta. Yo bajaba la palanca y, transcurrido un segundo y medio, segundo, el siguiente -mejor lo llamo 2-, bajaba la suya. Fuimos tomando ritmo.
Al principio contaba como me había explicado el de la gorra: Ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés y le daba -se demora un segundo en decir un número de tres cifras- pero cuando llegó el otro y tomamos ritmo, nos fuimos acompasando y se hizo más fácil.
No hacía falta contar. Sin embargo, seguía contando y, supongo, el otro haría lo mismo. No se podía hablar, desde luego. Además, ¿qué se podría decir en tres segundos? Ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés y nada más.
Cuando me explicó -el de la gorra-, que la paga iba a ir pareja con la cantidad de bajadas de palanca, me propuse llevar la cuenta para asegurarme de que me pagaran lo justo. Pero no consideré con que tendría que contar los segundos para dar el golpe y eso me desconcentró por completo y perdí la cuenta. Fue cuando parpadeó la luz roja ubicada encima de mi palanca. Creo que me distraje y no bajé y entonces destelló. Uno, conté en silencio resignado a dar por perdida la cifra de bajadas y empezando a controlar los chispeos rojos.
Oí al de la gorra: ¡Prosigan, prosigan! Se abrió la puerta y entró el tercero, 3. O sea que 2 no era el último. De verdad, el lugar era estrecho y además, no tenía ventilación por lo que empecé a sentir calor y a transpirar.
Una vez que se puso a trabajar 3 se hizo más fácil la cosa: ¡Clac, clac, clac! Cada tantas bajadas pasaba el antebrazo para secar el sudor de mi frente. No sabía cuántas eran porque no quería contarlas pero iba al ritmo.
Sonó una chicharra. Se abrió una especie de buzón en la pared delante de 2 y pasaron una bandeja con comida. Error, llegué a pensar sin dejar de darle, yo soy 1. ¿Se habrán olvidado de mí?
Pero cuando había cumplido dos bajadas más, apareció una bandeja con mi número. Sospeché que era por culpa de las luces rojas que se habían encendido. No estaba mal la comida. Medio tibio el guiso y con poca sal, pero las tripas lo agradecían. Comí tratando de ignorar el botón rojo que se iluminaba cada tres segundos. Iba a hacer un comentario a 2, que la comida no era mala, pero lo vi ocupado en devolver la vajilla a través del buzón para volver a darle a su palanca.
Dejé sin probar la gelatina –era la oportunidad de recuperar el atraso-, y volví a lo mío. ¡Prosigan! Se abrió la puerta y entró 4. Así que 3 no era el último tampoco. El de la gorra habló desde afuera. Para 4 no quedaba lugar. Nosotros seguíamos ¡Clac, clac, clac!
¿Adónde?, pensé. No pensé: ¿adónde lo van a poner?, porque no daba el tiempo. Sólo: ¿Adónde? El de la gorra volvió a hablar y 4 bajó a una grada inferior que no había visto hasta el momento. Una especie de canaleta para llegar a la cual tuvo que contorsionarse. Luego se movió a nalgazos hasta ubicarse debajo de mí. Es decir que lo que había detrás de los asientos eran pasadizos por los que uno se podía arrastrar hasta llegar al sitio que tenía destinado sin molestar a los otros.
Cuando 4 bajó su palanca por primera vez los tres perdimos el ritmo y se encendieron nuestras alarmas. ¡Plam! Resonó su golpe y nos distrajo. ¡Plam! Otra vez, pero nosotros ya estábamos dándole, corriendo para que no saltara la luz roja.
4 vino a quedar justo debajo de mi posición. Su cabeza, cubierta por el casco amarillo, quedaba entre mis borceguíes de seguridad con puntera de acero. Creo que en ese momento vi que eran muchas las filas de palancas, pero no tuve tiempo para otra cosa que seguir dándole. Fue mucho después, cuando terminó la jornada, que pensé que no me había percatado de eso.
Llegó 5. Sabía que iba a ir a parar debajo de 2. Así fue. Arrancó con su ¡Plam! sin avisar, pero estábamos preparados y nadie perdió un golpe.
Pasaron la colación de 3. Creo que estuve a punto de decir al de la gorra que no era bueno ese método porque nos distraía. Pero no dije nada. Fue como un ramalazo. Más tarde me ocurrió lo mismo con María y los chicos. Los vi riendo y saltando en la cocina cuando les conté que había conseguido trabajo en la planta. Guiño rojo.
Todo iba mejor. Ahora la luz venía de arriba y era blanca, no sucia como la que yo había visto al empezar la jornada. Supuse que habían encendido unos tubos en el techo. ¡Prosigan, prosigan! Llegaron 6, 7, 8 y 9.
La fila de debajo de nosotros se completó con 6. Los otros fueron para arriba. Nuestros cascos quedaron entre sus borceguíes con puntera de acero. Tuve ganas de ir al baño.
Lo primero que tendría que hacer para salir del cuarto sería soltar mi palanca. Me dominó la sensación de que si la soltaba, todo se iba a parar. Había ruido de metales y resortes yendo y viniendo. Clic, clac, plin, plan. No quería que parara el ruido.
No sabía para dónde salir. Solté la palanca. Luz roja. Los demás siguieron. Éramos tantos que no se notó la falta de mi ruido. Por debajo habría unas tres hileras y por encima unas diez o más.
Salí hacia atrás tratando de no perturbar a 2, a mi derecha, ni a 4, debajo, ni a 7, arriba. Lo único que veía era mi palanca y las punteras de 7. A 2 lo sentía a veces con el codo y a 4 le golpeaba el casco cada tanto con los zapatones. Cada vez que mi palanca no bajaba la luz roja parpadeaba.
Cuando volví ya éramos más del doble aunque quedaban palancas disponibles. Estaba entrando por el pasadizo para ir a mi puesto y pensé que era una lástima no haber prendido un cigarrillo en el baño. No quería ni imaginar cuántos rojos me habrían encajado.
Sonó la sirena y salimos. El de la gorra me dio un cartón que tenía acuñado el número 9327 y la fecha. Se corrió la reja de la calle y salimos mientras entraban los del segundo turno. Éramos más de mil.
Esperé el colectivo. No demoró. En una hora y media llegaría a casa. Estaba molesto por la boca reseca. Tenía trabajo: bien podía darme el gusto de entrar en el boliche del Tata a jugar un truco y tomar unas cañas.

miércoles, 10 de abril de 2013

Dos momentos


Miro hacia atrás. Contemplo el camino que sube dando vueltas desde tan lejos, que parece no tener origen ni destino. Guardo un recuerdo imperfecto de sitios por los que pasé, perdidos en la bruma de los años. Hacia adelante, percibo bancos de niebla como si la senda discurriera entre marismas y ciénagas. Musgo, insectos, olor de materia vegetal en descomposición.

Deambulé por planicies donde el sol reverbera sobre el asfalto y el calor hace danzar el aire ondulando el horizonte. No encuentro en la memoria huellas de sed, rastros de labios cuarteados ni ese regusto salobre en la boca de aquel que está condenado por la falta de agua. Hubo desiertos que estoy seguro de haber atravesado. No conservo imágenes, mi mente no lucubra escenas de arenas incandescentes. Sin embargo, sé de largas caminatas en las que sólo veía mis pisadas y tal vez, el rastro sinuoso de algún crótalo.

Puedo, sí, ver vados torrentosos, ríos que atraviesan el camino con su caudal de un millón de años arrastrando todo a su paso. Crucé por allí. Perdí mi mochila en el torrente o en remolinos emboscados en aguas que parecían mansas. No sé qué llevaba.

Distingo una zona oscura donde la vida y el sonido están ausentes, región donde el ser se desgarra en jirones o estalla sin ruido. Sé que ocurrió, aunque no advierto restos ni fragmentos. Sé que estuve en ese lugar y perdí el alma.

Tengo presente el camino mientras vacilo sobre la cornisa. Estuve asomado al abismo del que brotan los gemidos de los que no fueron, de los que no pudieron. Caminé por ese borde. Trastabillé dominado por el terror. Caí. Sigo cayendo aún, porque nunca llegué al fondo.

Vengo de cruzar el pantano donde permanecer inmóvil es seguir vivo y moverse es terminar siendo la presa en las fauces del predador. Fui pececillo y biguá, liebre y zorro. Sentí cómo se quebraba mi espinazo con el experto golpe de pico de la garza; sentí cómo cedían los cartílagos entre mis fauces, la selva bajo la lluvia, el amarillo de los trigales de las plantaciones hechas por el hombre. Y el sudor y la música y la risa.

Hubo algunos que ofrecieron un sorbo de agua. Los que señalaron un sitio para que hiciera un alto a la sombra de un árbol y quienes se apretaron haciéndome un espacio junto al fuego. No tengo registro de otros gestos. Llegué aquí. Estoy. No quiero mirar hacia atrás. Los puntos de partida o de llegada nada representan.

Nos guía el azar, ¿para qué interrogarnos? Nada puede alterar cómo he arribado ni lo que he venido a ser. Nada modificará tu camino ni borrará tus cicatrices. Estás aquí. Por una fracción de segundo nos cruzamos y nos demandamos el uno al otro.

Los cielos no son los mismos.

Necesito descansar. Ansío tus mieles, el roce de tus manos borrando mis arrugas y alisando mi pelo. Quiero que soples una risa sobre mi rostro. Oír tu voz. Que me nombres. Permanecer tendido mientras veo las ramas mecidas por la brisa.

Velaré tu sueño, tu goce, tu placer. Recordaré cuánto deseaba tu presencia en cada uno de los lugares en que estuve, cómo adiviné tu rostro sin que fuera posible darte las caricias que soñaba por las noches.

Voy a recorrer tus rincones y a demorarme en el río entibiando la piel en cada playa. Tronará la tormenta alrededor de los cuerpos anudados, nos abriremos a la vida, palpitará la célula, será eterno el instante.

Ya en la calma, reclinaré mi cabeza sobre tu frescor, que cobijará mi reposo.

Un cruce de caminos; dos momentos.